Nuestras estrategias en infraestructura deberán ser repensadas, considerando que los eventos extremos se harán más comunes.
Las lluvias de la semana pasada fueron intensas. En partes de la cordillera de Santiago cayeron más de 400 mm y en la precordillera del Maule más de 500 mm en 48 horas. Debido a una isoterma cero a gran altura, en vez de nieve, cayó agua en gran parte de la montaña, lo que provocó la inundación de terrenos agrícolas, la interrupción de rutas y trenes, destrucción o daño de viviendas, y el aislamiento de miles de personas. Desde otra perspectiva, las lluvias permitieron recuperar las napas subterráneas, aumentaron las reservas en los embalses de riego y eléctricos, y alejaron los riesgos de continuar con la megasequía, que ya perdura por 14 años. Son probables otros períodos de fuertes lluvias en lo que queda de 2023, debido a un intenso fenómeno del Niño.
Con todo, a propósito de lo vivido la semana pasada, surge la pregunta de si nos estamos preparando adecuadamente para enfrentar los efectos del cambio climático. Los científicos especializados auguran que el clima futuro tendrá fluctuaciones más violentas, con períodos concentrados de lluvias y sequías más frecuentes. Así, el comportamiento climático pasado dejará de ser un buen predictor del futuro. El problema es que la infraestructura básica —caminos, puentes, torres de alta tensión, hospitales y otras obras— está diseñada a partir de observaciones históricas. Esto explica por qué incluso obras construidas recientemente han sido dañadas: no fueron concebidas para la nueva frecuencia de fenómenos extremos.
La infraestructura se diseña en términos de períodos de retorno. Usando la estadística histórica de inundaciones, terremotos y otras catástrofes, se calcula la probabilidad de distintas intensidades de los fenómenos climáticos (o de los sísmicos). Esta probabilidad permite estimar cuántos años en promedio transcurren entre fenómenos que arriesgan hacer colapsar una obra con determinadas características. Dado que es costoso prevenir eventos que ocurren con poca frecuencia, el diseño de los proyectos considera distintos niveles de resiliencia, que reflejan la importancia relativa de cada obra para el país: una ruta troncal debería ser más resiliente que una ruta secundaria, por ejemplo. Pero si la historia deja de ser un buen predictor del futuro, se deben modificar los diseños de la infraestructura, y los costos serán mayores, porque habrá que usar un enfoque más adverso al riesgo.
No es solo eso, sin embargo. También será necesario construir nuevos tipos de obras. En el pasado, Chile ha dependido de la cordillera como un reservorio natural para los meses sin lluvia. Cuando las isotermas cero a gran altura se hagan comunes, la acumulación de nieve será menor, y se requerirán formas alternativas de almacenar agua. Se han planteado proyectos para infiltrar la escorrentía a las napas subterráneas, pero si los períodos de lluvia son intensos y cortos, es probable que no sea suficiente; se requerirán embalses de regulación y riego, como el retrasado proyecto Punilla, sobre el río Ñuble. Por ejemplo, en la tormenta recién pasada, los caudales fueron tan grandes que se podrían haber acumulado enormes cantidades. El Maule en su desembocadura alcanzó un caudal de más de 16 mil metros cúbicos por segundo. Si esta tasa se hubiera mantenido, podría llenar un embalse del tamaño del Laja en menos de un día. La oposición medioambientalista a los embalses debería amainar, puesto que se trata de fenómenos no naturales, sino producto del cambio climático.
Pese a que no hay soluciones fáciles, nuestras estrategias en materia de infraestructura deberán ser repensadas, considerando que los eventos extremos se harán más comunes. No parece haber conciencia de esta materia ni en el Gobierno ni en los sectores políticos.
Fuente: El Mercurio